martes, 2 de diciembre de 2008

El Juego del Miedo: "La decadencia de una Eminencia"



por Alejandro Fernández


     Cuando un buen film se consagra como un icono de una generación, es inevitable que el aroma a secuela comience a impregnar el olfato de los cinéfilos, aún a sabiendas de que esa idolatría puede quedar trunca si la continuación no mantiene el mismo nivel que su predecesora... algo que, lamentablemente, ocurre en la mayoría de los casos.

     En esta oportunidad reconozco, con amargura y mucho resentimiento, que no voy a hablar de una de las excepciones que confirma la regla.

     “El Juego del Miedo” fue una genialidad que surgió en el 2004 como una verdadera bocanada de aire fresco entre tantas atrocidades convertidas en películas de terror barato y remakes mediocres (por no decir, literalmente, desastrosas) que no hacían más que nos preguntemos si el género ya estaba acabado o si existía una mínima, remota y ¡hasta milagrosa! posibilidad de que en algún páramo desierto de nuestro planeta deambulase un intelecto lo suficientemente retorcido como para volver a hacernos saltar del asiento y mordernos las uñas como en los viejos y nostálgicos tiempos.

     Hasta que un día, como un fervientemente anhelado mesías (resurgido más bien del horror de las tinieblas que del mismísimo cielo), surgió en el horizonte hollywoodense un veinteañero llamado Leigh Whannell. Este ignoto muchachito devenido en guionista (escritor también de “Silencio desde el Mal”) fue el cerebro de este singular proyecto que revolucionó el mercado con sus grandes dosis de violencia, drama y sangre... mucha sangre. Tanta sangre (especialmente, en las últimas entregas) que provocó que se convierta en un arma de doble filo al perjudicar la linealidad de la historia (si es que en realidad alguna vez la tuvo), llevando a que sus críticas, tan efusivas y estimadas en un principio, quedaran en el olvido tan solo al dar vida a la secuela del año 2005, la cual fue el primer paso de la estrepitosa debacle de esta saga.

     Pero, antes de hacer leña del árbol caído, debo reconocer y enumerar los puntos altos y destacados que llevaron a “El Juego del Miedo” a cosechar tanta cantidad de fanáticos a lo largo del mundo, aún cuando muchos de ellos se pasaron de bando al ser testigos de las funestas continuaciones y, en forma increíble (aunque no para el mundo del cine), se transformaron en desalmados detractores que atacaron sin más a esa historia que tanto los había enamorado en un principio.

     La idea original de este film no es la de un asesino (léase en plural también, si así lo desean) esquizofrénico que solo busca vengarse de la injusticia que atacó su destino, sino más bien del castigo a personas (comunes y corrientes, como vos y como yo) que no saben aprovechar lo que significa estar vivo y todas las gracias que contrae tal laureada virtud. Y es aquí donde entra en escena uno de los detalles más polémico y critico (hasta, porqué no, atrayente) que es el hecho de que JigSaw (pseudónimo del asesino que, sin dudas, se convertirá en una leyenda del cine de terror a la altura de Jason Voorhees o del mismísimo Michael Myers) jamás comete un asesinato. ¿Cómo es esto? Elemental, mis queridos lectores, Jigsaw “solo” construye las estructuras, trampas y escenarios comprometidos y es la casual víctima que (tal demuestra el frío y sagaz asesino, de casual no tiene nada) quien toma la decisión que provocará su propia muerte, algo que termina sucediendo en el 99% de los casos... ¿No, Amanda?.

     Seguramente, hete aquí donde todos levantan sus manos con una llameante opinión en la punta de sus lenguas y tantas se han oído ya, que hasta resultaría imposible plasmar en una sola afirmación una contundente explicación que dejase satisfecha a la masa critica.

     Sin embargo, para no esquivar responsabilidades, quien le escribe va a aseverar que lo que hizo distinta a esta película con respecto a sus pares del género, fue el hecho de que su peculiar estilo nace a partir de los continuos reveses del destino, el cual nos depara los sufrimientos y decepciones más crueles en cada vuelta de esquina y que no solo debemos estar preparado para ello, sino que también para cuando, en un día bonito, soleado y pletórico de vida, se cruce en nuestro camino un ser humano cómo nosotros que, justamente, de humano no tiene nada.

     Pero así como todo era color de rosas (o, mejor dicho, color de sangre) al comienzo, la ineptitud, codicia y subjetividad provocaron que, una obra que había empezado con tan buen pie en este universo salvaje del Séptimo Arte, se hundiese fatalmente película tras película, induciendo que hasta nos lamentemos en voz alta en cada Halloween que se acerca, ya que el mismo traerá en sus brazos una nueva entrega de una saga que tenía todo para quedar en la historia... pero que decayó en la sordidez característica de quienes solo intentan seguir llenándose de oro y que son incapaces de sacrificarse por el respeto hacia los verdaderos dueños de la historia: los que se sientan del otro lado de la pantalla.



"Orgullo y Prejuicio"



por Alejandro Fernández



     Cuanto uno siente la necesidad de resumir una genialidad artística en pocas palabras o en alguna épica y eterna imagen que se nos vendrá a la mente con solo oír el nombre de la obra, reconoce que a veces es incapaz de hallar entre una intrínseca oleada de escenas ese peculiar y único momento que consiga aunar en sí mismo la belleza que la caracteriza en su totalidad.

     La excepción, claro, la brinda este verdadero logro maestro de Joe Wright (“Expiación, deseo y pecado”) al otorgarnos esa mágica escena final, cuando Lizzie (Keira Knightley, "Dominó") entrelaza sus manos con Darcy (Matthew Macfadyen, "Muerte en un Funeral") y el ocaso cae sobre ellos, provocando que nuestros corazones se endulcen de pasión por un desenlace por el cual, a pesar de que lo anticipábamos, jamás imaginamos que nos iba a alegrar tanto.

Pero no solo nos quedamos con ese magnífico epílogo, sino que también nos embargamos de emoción cuando ven a Lizzie sonreírle y decirle (confesarle, mejor dicho) a su padre (Donald Sutherland, "Apariciones") que está enamorada de Darcy y que quiere casarse con él y, si hay una forma de aumentar la brillantez del momento, son las lágrimas de Mr. Bennet totalmente conmovido, respondiéndole a su hija preferida que solo la dejaría partir con alguien que la merezca de verdad... aunque, como bien lo dice el dicho: “en el amor no hay merecimientos”.

     Si de merecimientos se trata, hay que destacar la soberbia labor de Brenda Bethlyn ("Saving Grace") como la testaruda y materialista Mrs. Bennet, una pieza fundamental del engranaje en esta historia, ya que la sensación es que el papel no hubiese deslumbrado tanto si estaba en la piel de otra actriz. Porque Brenda reluce por su obsesión por lograr que “su” Jane (en la representación de la bella Rosamund Pike, "Doom") se case con el codiciado Mr. Bingley (Simon Woods, "Penelope") y ni hablar de cuando se muestra como una auténtica mujer sin escrúpulos al ser capaz de entregar a Lizzie, su propia hija, a un inadecuado pretendiente con tal de asegurarse que su “castillo de arena” no será derrumbado.

     “Orgullo & Prejuicio” es una genuina maravilla del séptimo arte, mire por donde se la mire. Desde la fiel adaptación de la obra de la reconocida Jane Austen, pasando por el fantástico trabajo del elenco que el señor Wright pudo reunir (sin olvidarme de destacar a la prestigiosa Judi Dench, la mismísima jefa de James Bond, como una arrogante aristocrática), hasta esas escenas de deslumbrante encanto que se nos presentan con tanta naturalidad, como lo son un atardecer lluvioso en el campo o una vista conmovedora de los castillos ingleses de finales de época. Porque cuando el telón se baja, uno no puede más que liberarse de sí mismo y aplaudir raudamente (y de pie, señoras y señores, de pie) esta conmovedora historia que tan bien logra ahondar en los instintos, deseos y comportamientos de los seres humanos, revelando con raigambre (y hasta con cierta aspereza) lo vulnerables y obstinados que podemos llegar a ser cuando el orgullo y el prejuicio nublan nuestros corazones.